Otra vez suena el portátil. ¿Quién será? Veo el número, el nombre. Una sonrisa aparece en mis labios: ¡un amigo!
Muchas veces quisiéramos tener un buen amigo: alguien que piense en nosotros, que esté a nuestro lado, que comparta los propios sueños y aventuras, al que podamos ayudar y que sea el primero en darnos una mano.
La amistad implica siempre, como mínimo, a dos personas: no hay amigos si solamente es uno el que ama a otro.
La amistad exige, por lo tanto, correspondencia: dos para los buenos y malos momentos, dos que caminan juntos, dos dispuestos a dar y recibir, dos que saben ayudar y acoger la mano que viene a levantar al caído.
La amistad empieza precisamente allí donde el trato descubre que el otro vale, que es un “tesoro”, que merece todo mi amor, mi tiempo, mis cansancios, mis consejos. Porque su vida es maravillosa, porque “estoy hecho” para amar, porque no puedo vivir solo, porque él también necesita de mis manos y de mis sueños.
”El amigo fiel es seguro refugio, el que lo encuentra, ha encontrado un tesoro. El amigo fiel no tiene precio, no hay peso que mida su valor. El amigo fiel es remedio de vida, los que temen al Señor lo encontrarán. El que teme al Señor endereza su amistad, pues como él es, será su compañero” (Sirácide 6,7-17).
El modelo más perfecto del verdadero amigo es Cristo. Para Él, el Señor, no somos siervos, sino amigos: por eso nos enseña todo lo que ha escuchado del Padre. No busca sólo caminar entre los hombres, sino que muestra su amor hasta dar la vida por nosotros, para salvarnos, para el perdón de los pecados. Por eso puede pedirnos que le amemos, que vivamos según su doctrina y sus mandatos . Jesús nos permite descubrir que, realmente, Dios es amigo de los hombres, que busca nuestro bien y desea nuestra correspondencia, nuestra entrega de amor.
Tener amigos. Hoy puede ser un momento para recordar tantos rostros, tantas sonrisas, tanto afecto recibido. Hoy, sobre todo, puede ser un día dedicado a no pensar en si soy querido, en si me han llamado más o menos amigos al móvil. Esta vez me toca a mí buscar, llamar, ofrecer, esperar. Tomaré el teléfono, tomaré las llaves de casa, saldré a ver a ese amigo, tal vez pobre o enfermo, deseoso de mi mirada, de mi sonrisa, de mi esperanza, de mi amor (que es caridad cristiana) sincero y pleno. A ese amigo que lo merece todo, porque también Cristo lo ha amado, y porque el mismo Cristo desea que mi amor, pequeño y pobre, se una al Suyo, capaz de redimir y de otorgar el gran don de la paz y la alegría.
Fuente: Catholic net
Autor: P. Fernando Pascual L.C.
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