17 de enero de 2009

Ser joven hoy

La juventud es hoy una experiencia en busca de su narrador. ¿Qué hacer para que los jóvenes puedan poner en palabras lo que experimentan y viven?

La palabra "hoy" en el ti“tulo de la nota quiere poner de relieve ese enclave donde los jóvenes se debaten ante un futuro incierto. Ante la falta de empleo y el mensaje –no exento de hipocresía– de una sociedad que les recuerda a diario su falta de madurez y formación, los jóvenes se ven tentados a encerrarse en sus propios códigos, tiempos y espacios. Pensamos en chicas y chicos de entre 16 y 20 años que están finalizando, han finalizado, o no terminan de concluir su secundario. De ellos se espera, por una parte, que sean capaces de decidir un rumbo u orientación para sus vidas, y por otro no se les brindan los medios necesarios o se los tilda de incapaces cuando no de “burros”.


Nos preocupan los jóvenes porque ya no los podemos definir como los encaminados hacia el mundo adulto. Ser joven se ha vuelto un proyecto en sí mismo. Los jóvenes ya no están apurados por ser adultos, valoran y cuidan la juventud en sí misma. Está en juego una economía diferente de valoración del tiempo. Se aprecia principalmente la juventud como una especie de presente, fugaz por tanto, que debe ser aprovechado. Llegar a ser adulto es considerado en un orden secundario de importancia. Ya no nos sirve definir al joven como un adulto en potencia. El mundo adulto se ha desmitificado como meta atractiva para los jóvenes.


Juventud parece referir hoy a un tiempo presente que tiende a cerrarse sobre sí mismo y a desgajarse de las demás edades de la vida y esferas que componen la sociedad. ¿Cómo entender qué les pasa a los jóvenes? ¿Cómo comprenderlos? ¿Qué responsabilidad nos cabe en cuanto adultos? ¿Y qué hace y qué podría hacer la escuela ante esta situación?


Conviene en principio reconocer la particularidad de la juventud actual. Si bien siempre la juventud tendió a distinguirse y oponerse a la adultez, hoy la distancia y la falta de mediaciones entre el mundo de los jóvenes y el mundo adulto es más notoria. Por ello mismo la juventud actual contiene experiencias, en muchos sentidos inéditas, que escapan a nuestra comprensión. En principio, el problema no parece centrarse en lo que los adultos, por ilustrados que sean, puedan decir sobre los jóvenes. ¿Qué sabemos lo que significa intentar proyectar una vida que no pase por elegir una profesión y la formación de una familia? ¿O qué sabemos de vínculos establecidos a través del “chateo” y de experiencias de comunicación ya muy distantes de nosotros? Los años de nuestras juventudes no nos sirven demasiado para entender a los jóvenes de hoy. Bien o mal, rebeldes y hasta revolucionarios, los jóvenes de décadas anteriores no padecimos la contradicción de vivir en un mundo que parece ofrecerlo todo y al mismo tiempo excluye, haciendo que los jóvenes sientan cada vez más difícil alcanzar una vida forjada desde las propias convicciones y opciones. Este hiato entre jóvenes y adultos nos exige ser comprensivos, tratar de entender motivos y causas, aunque no alcancemos a saber lo que los jóvenes experimentan y valoran.


El mandato social que reciben los jóvenes queda expresado en la fórmula familiar que oímos repetir a muchos padres: “algo tienen que hacer”. La respuesta no dista mucho del silencio, y por supuesto no es menos incierta que el mandato. Percibimos que los jóvenes no viven tal como viven porque hayan elegido vivir así: no es una posición contestataria o rebelde, sino una forma de “ser a pesar de todo”.


La juventud es escogida como un preciado sujeto de consumo. Este es un dato más que se agrega a la hipocresía social que hace gestos de horror cuando se entera del creciente porcentaje de consumo de alcohol entre los jóvenes, y ni se inmuta cuando en las campañas publicitarias de cerveza se los trata como ‘rebaño’ o se les repite que ‘el sabor del encuentro es disfrutar el momento’. La imaginación de los jóvenes no está cerca del poder ni quiere estarlo. Les alcanza con poder alimentar su mundo y vivir como se pueda.


Las prácticas sociales entre grupos de jóvenes no se pueden definir solamente por los índices de consumo de alcohol. A pesar de su aislamiento respecto del mundo adulto, en las pautas de convivencia entre jóvenes abundan las actitudes de solidaridad y los planteos morales. Esto nos lleva a pensar que muchos jóvenes no viven su juventud sin una fuerte carga de angustia: les preocupa por su situación al mismo tiempo que perciben que ser adulto es algo muy lejano y de difícil acceso.


La juventud es hoy una experiencia en busca de su narrador. ¿Qué hacer para que los jóvenes puedan poner en palabras lo que experimentan y viven?

A menudo los adultos –padres, docentes– nos preguntamos: ¿Cómo tengo que hablar a mis hijos o a mis alumnos? Se nos ocurren dos propuestas. La primera, parte de la reflexión de que el adulto no tiene que intentar dejar de ser adulto. Los jóvenes valoran a quien, a pesar de los avatares de la vida, no reniega de ser quien es. Es más, necesitan de la presencia de adultos que confíen en su propia historia y se animen a enseñar con el ejemplo y la palabra. Por otro lado, qué derecho tenemos los adultos –y esta reflexión cabe especialmente para muchos docentes– de cargar sobre los jóvenes nuestras frustraciones o las de nuestra generación. La verdad se nutre –e incluimos en lo que decimos todas las áreas del saber– del entusiasmo que nos lleva a descubrirla y enseñarla. No podemos esperar que los maestros sepan enseñar a leer si nunca se han cuestionado si leen o qué leen. El adulto es para el joven el referente más valioso de la capacidad de expresión. Es notable comprobar durante los primeros cuatrimestres de una carrera universitaria que los alumnos no saben expresarse acerca de temas simples y hasta cotidianos. El problema pareciera ser: ¿qué puedo decir yo, en un espacio medianamente público como lo es un aula de la universidad, que pueda importarle a un grupo de pares? La desvalorización de la palabra propia es un síntoma cabal de las dificultades de expresión. Los adultos comprobamos esta verdad. A diferencia de décadas pasadas, ya no podemos seguir hablando por los jóvenes, pero sí podemos ayudar a que ellos puedan pronunciar su palabra. La segunda propuesta complementa a la primera. Ante una sociedad centrada en la mera multiplicación de opiniones y en la consecuente desvalorización de la palabra, se vuelve necesario formar personas capaces de decir qué sienten, piensan, son, anhelan. En cierto sentido proponemos recordar las enseñanzas de la antigua mayéutica socrática. Ayudar a que los hombres se conozcan a sí mismos no es una tarea de competencia exclusiva de psicólogos sino de todo educador. Como felizmente volvemos a escuchar en estos días, educar no es sólo socializar, sino principalmente formar a la persona en todas sus dimensiones y, especialmente, en su singularidad: en aquello que lo hace único y diferente a los demás.


¿En qué sentido la escuela puede llevar a cabo esta tarea?

Una mirada amplia sobre la educación no desconoce esa mezcla de incertidumbre y expectativas que predomina en las distintas visiones y pronósticos sobre la Argentina actual. Esto refuerza la idea de que la educación, y la escuela en especial, no es un reducto separado de la sociedad y de sus avatares históricos. Como señalan varios pedagogos y estudiosos del sistema educativo, el estado actual de la educación se debe más a la crisis económica y política que a las bondades y los defectos de la ley federal de educación. Lo cierto es que de un modo u otro, cualquier política que quiera atender a las necesidades y problemas que padece nuestra sociedad deberá indefectiblemente revisar y redefinir el rumbo de la educación. Con algunos progresos y muchas dificultades, la inequidad, la desarticulación entre los ciclos y el verticalismo, viciado frecuentemente de autoritarismo, siguen siendo un serio problema en muchas provincias. No parece serio cuando los argentinos anhelamos la recuperación de nuestro país, gastar el tiempo en debates que puedan agudizar viejos enfrentamientos, sino en consensuar líneas de acción que permitan revertir con rapidez las falencias y defectos más graves de nuestra educación. Es prudente recordar entonces que si falta un proyecto de país faltará también la articulación necesaria para llevar a cabo una política educativa.


La integración social no vale por sí sola y el gusto se puede convertir en un gran déspota. Tampoco el esfuerzo se justifica por sí solo, sino que cobra sentido y se realimenta en la medida en que produce buenos frutos.


Los frutos de la educación son los mismos jóvenes. Jóvenes que tendrán que aprender que educarse no es sólo aprender lo que supuestamente de antemano nos gusta, sino también aprender a conocer aquello que requiere esfuerzo. Es allí donde, superando nuestras limitaciones, cada uno aprende a ser capaz de fijar sus propios límites: a gobernarse a sí mismo. Los griegos definían al hombre libre como aquel que sabe gobernarse a sí mismo, es decir: la persona que ha adquirido los hábitos y virtudes que le permiten elegir y alcanzar sus buenos objetivos.


Una Argentina que sea capaz de verse a sí misma en sus limitaciones y oportunidades, requiere de jóvenes capaces de comprenderla y de encontrar en ella los modos de realizar sus vidas.


Fuente: www.revistacriterio.com.ar

1 comentario:

CAMINO MISIONERO dijo...

Querido Amigo:

Pasaba para saludarte y a alentarte en esta tarea evangelizadora.
Te dejo un abrazo en Cristo Salvador.